lunes, 6 de agosto de 2007

La tarde en la que quiso llover

Hoy fue una tarde en la que quiso llover. La tierra reseca por los meses calidos, le coqueteaba moribunda a las nubes que se pavoneaban en el cielo celosas de su vital líquido, solo andaban de aquí para allá, en ratos, guiadas por el caprichoso viento, se reunían en un rincón del firmamento. Pero no llovía, solo los almacenes espumosos de agua se reían de la resequedad del terrusco de la llanura, y se mofaban tiranamente. Hasta en ratos, dejaban pasar entre sus siluetas flotantes algunos rayos torturantes del sol oculto, para aumentar su martirio terreno, pena que causaba cual trágico masoquismo, el placer de las nubes.

Por eso, en aquella tarde, cuando las nubes pesadas ya no eran movidas por el viento por el exceso de su avaricia, pensé que llovería. Las sádicas espumas blancas que un día matizaban el cielo, esa tarde se hallaba convertida en una gruesa tormenta de un azul oscuro amenazante, que no se molestaba en caer sobre el terrón seco en que se había transformado la llanura, la cual, sonreía apenas ante aquella deliciosa amenaza.

Todo saldría como él quiso, eso creo yo. El río grande, alimentado por la poderosa agua, arrasaría tal corriente divina, que cuando cesara la ira húmeda nadie lo conocería ya. Esa fue mi encomienda desde el comienzo, desde antes que el calor llegara a la llanura, y se llevara la humedad lejos.

-Tienes que lavar tu alma con el agua de la primera lluvia- dijo él –tu pecado se ira con el agua, como una hoja de laurel con la corriente- eso dijo él, pero pasaron las tardes con una calma inexplicable, y la llanura reseca, remarcaba su pena y su martirio. Cada gota que perdía, le taladraba la conciencia. Cada grieta nueva en el suelo, le rasaba el alma. Y cuando las sádicas nubes se burlaban grotescamente de la moribunda patatera que era ya la tierra, también pisoteaban su alma machacada por el matiz oculto y único de la culpa.

-¿Crees que llueva?- le pregunte sigilosamente y con miedo a la cómplice de mi pecado, de aquel crimen nulo y absuelto antes de cometerlo que hoy me torturaba, ante la que ella solo me miró con su ojeada dura y metálica hacia mi rostro, liberándose se su culpa con gran facilidad y despreció.

-Tal vez, espero que no- contestó ella con delicia y maldad, devorando aquel silencio de complicidad que nos invadía, mientras que miraba con recelo aquella silla de robre viejo que él me enseño a hacer. Baje mis ojos cansados de mirar con piedad las avaras y negras nubes rogando que comenzaran con un placentero castigo, y observaba con miedo la otra silla en la barda opuesta de la terraza donde descansaba rogándole al cielo el agua.

Hay también descansaba él, el que le enseñó a construir sillas, a cortar el árbol, a matar al tigre, a montar las bestias. Observe la silla sombría, barnizada con el fino polvo de la tarde. Respiré profundamente guiado por la suave brisa vespertina, mis parpados se cerraron. Y un escalofrío se encaminó por toda mi espalda. Me levante, encaminándome al cauce seco, mientras un recuerdo decía lo que tenia que hacer.

Él se lo había dicho, - Me estoy muriendo, Jesús, la muerte me ha tocado, como veneno me esta comiendo por dentro,- dijo él estremeciéndose – hazme el ultimo favor no como tu sangre, sino como condenado- Lo miré con mis ojos de asombro, y aquella mirada cargada de niebla por el tiempo, me traspasó. No pude soportarla y baje el rostro al suelo apenas húmedo.

Sus manos delgadas y temblorosas bordadas en arrugas añejas y gruesas venas que homenajeaban tiempos de esfuerzo y labor, atesoraron mis mancebos dedos como aprisionando mi razón, - Tienes que lavar tu alma con el agua de la primera lluvia, tu pecado se ira con el agua, como una hoja de laurel con la corriente- dijo con una voz delicada y desgarrante que aumentaba su martirio, -tiene que ser sin miedo, es un favor no un castigo- y cerró con sigilo los parpados cansados de dolor y vida.

Tomé con fuerza a la cómplice de mi pecado. Un sonido explosivo y conocido se escuchó en la llanura reseca. El cuerpo de él se hallaba a sus pies en el cauce vecino de la terraza del río, esperando exhumar mi culpa.

El sonido se repitió sordamente y un golpe de hierro directo a mi cordura incógnita, me había dejado manando la razón con la que me había ligado a él, a aquel hombre. Mi cómplice guardó una bala menos aquella tarde que quiso llover. Mi paciencia se guardó en el cartucho vació que cayó a suelo seco y celoso.

Yo aguarde. Pues el perdón se halla donde comienza el crimen. Y en aquel instante, cual redentora, una gota fría venida de las avaras nubes se deslizó sobre mi frente, tornándose rojiza.

Una fuerte tormenta acompaño a aquella pequeña gota que liberó mi pecado. Mientras con gran esfuerzo mis ojos buscaban una ultima vez esas manos tejidas por los años en sapiencia y habilidad. Era ciertas sus palabras, mi conciencia manaba de mi cabeza, y se lavaba con el torrente liquido de la lluvia.

La culpa se iba, hasta esa tarde que quiso llover, como hojas de laurel en las corrientes.

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