viernes, 31 de agosto de 2007

El hilo de la caña

La mitad del tiempo me la pase perdido. Mire a lo largo del pasillo forrado de mosaico que presumía con su extinta blancura, para disfrutar el horizonte que rodeaba aquella urbe de gente que caminaba de un lado a otro, como perdida.

De repente, todo se paralizó. Una mirada seria y filosófica, marcada por las noches de insomnio y las manos de la cafeína, atravesó el pasillo, oculta tras unos lentes pequeños que remarcaban unas abundantes cejas bañadas de niebla por los años; y entonces lo recordé.

"-Mira con un trapito bien seco, le destapa hay,...y le secan bien sequesito, y así va a prender- fueron las instrucciones precisas que un viejo andante de la vida, dio a mi padre un día después de la lluvia. Los ríos que rodeaban el pueblo al que nos dirigíamos cada mañana, se hallaban cargadas de una poderosa corriente que mimetizaba sus fuerzas con un ras de aparente inofensivo, que habían vencido a aquella camioneta que recorría con nosotros aquellas brechas campiranas.

La voz del hombre tenía razón, la humedad en aquel aparato que mercaba la energía al motor, sucumbió ante aquel retazo de tela. Y avanzábamos.”

Era un profesor de la facultad añejado entre letras de autores de planetas lejanos, donde el mundo luchaba a duras y tediosas batallas contra sus propios inquilinos, que no contentos, se miran entre si con el odio propio de aquel que tiene cosas diferentes en aquella, llamada ,su mente pensante.

Entró. La urbe que caminaba perdida, bajaba y subía a mundos lejanos viajando en carrozas de nicotina y naves mucho más rápidas, regresaron a aquel pasillo. Una buena parte de ellos, entró tras los ojos trasnochados camuflados en aquellos lentes que eran parte ya de la arquitectura humana de aquel ser.

Era la primera clase…. El azuelo pescó, faltaba tirar con fuerza el hilo de la caña.

domingo, 26 de agosto de 2007

Me recosté. Después de una tarde de tareas domesticas para matar el tiempo a pedradas, use los suspiros perdidos del dios Morfeo para sedar mi cansancio. El día había pasado lento, cansado, como si las horas sufriesen por terminar cada segundo que daban.

Media tarde se había ido en levantar tierra perdida que marcaba el tiempo y borrar manchas que contaban historias. -¡No me limpies! ¡Por piedad! ¡No lo hagas!- gritó una amorfa silueta blanquecina que interrumpía la monotonía exacta del mosaico en la pared.- ¡Soy un forastera! ¡El destino me puso aquí por mi voluntad! ¡No me prohíbas!-

Mis oídos no entendían aquel idioma extraño que se confundía con el viento urbano; y el paño húmedo que aguardaba en mi mano, sádico y sin conciencia, dio fin a las suplicas de la mancha blanquecina en forma de cascada que imploraba, regresando la puntual exactitud de los mosaicos. Los ruegos ya no se oían, pero el viento citadino hay estaba.

Muchos estornudos se escucharon desde el eco escondió del patio con baqueta de concreto que añoraba la tierra, y se fueron con el polvo extraviados a la alcantarilla que coronaba aquella platea. No les importó el poco espacio que dejaba el vidrio que la cubría, se fugaron presurosos por aquella pequeña hendidura.

Me lo merecía. Era la primera noche en que la oscuridad nocturna me envolvía sin percatarse que me hallaba escudado en un mundo donde las causas preceden las consecuencias, amurallado con bardas hechas de soledad aparente, y repeliendo sus ataques de inacción con luz de luna y aroma, ahora si, a ciudad.

martes, 14 de agosto de 2007

Llovia

Llovía. Aquellas gotas caían al suelo perdidas, como buscado refugió ajeno a aquella situación sin sentido.

Primero fue una, solitaria, lenta, con una calma y miedo mayor que el que me estuvo a punto de retener de venir aquí; la segunda, cayó a lo lejos, apenas la escuche gemir lastimosa cuando sitio las verdugas e quemantes piedras de la calle que rodeaba la plaza. –! Au ¡- la escuche decir agonizante cuando se despedazó deliciosamente en mil fragmentos de vapor. ¿O fue más un “plauc”? Que importa ya. Llovía.

El agua caía midiendo con cada gota los segundos que pasaban tortuosos, impacientes, esperando hacer sucumbir a lo que quedaba de mi calma con su parsimonioso ruido. Vi el reloj de manecillas que adornaba mi muñeca derecha, su incesante “tic-tac” se entonó al compás de la lluvia.

-Quince a las doce- dije en voz alta, como intentando que los jóvenes que bebían cerveza debajo de uno de los árboles cercanos dentro de una camioneta larga y oscura con las puertas abiertas, escuchara mis palabras.

Serenando rítmicamente continuó la lluvia. “¿Qué haces aquí, Luis?” me preguntaron en voz baja mis adentros confundidos y temerosos. “¿En serio esperas que venga?” me interrogaron. Solo selle su duda con un suspiro espontáneo que me hizo saborear el aroma a plaza mojada.

Aquel lugar era enorme. Mi casa hubiese cuatro veces sin esfuerzo. Su forma de rectángulo sementado, era la última prueba que guardaba de un recuerdo de cancha de deportes. Se hallaba en varios niveles, escalones simples por aquí y por allá te llevaba a una estrado a subnivel al centro.

Algunos prados rodeaban aquellas zonas adornado con flores de insomnio, rosas de desvelo, camelias de cariño o simples claveles de privacidad, para aquellos escasos de conciencia que buscaba ayuda.

Los jóvenes de la camioneta se habían ido ya. La fuerza en aumento del goteo incesante venció la osada batalla contra aquellos amantes del dios Baco. Solo yo esperaba ahora, y llovía más. La camioneta había partido entre gritos de urgencia por el tiempo y estrepitosa música que nadie oía. Las quejas por las horas pasadas con lamentos y suspiros se envolvían en una canción de amor convertida en ruido, que se alejaba contagiosamente.

El vehiculo oscuro se alejó derrapando el empedrado húmedo. El agua sintió otra vez un calor familiar en aquella área desconocida donde humeaba recuerdo de llantas nuevas. El derrape por sacar el orgullo en la propiedad paterna dio un aroma a fuego.

Me encontraba solo al fin. La plaza tomaba un tono sombrío al entrar la media noche, cuando las gotas impacientes de agua, se habían convertido en una estrepitosa y amenazante lluvia. Los prados estaba húmedos, las plataformas encharcadas, los verdosos centinelas que rodeaban la plaza eran felices; solo las rosas de insomnio recordaban su rostro victorioso desde su enlodada humildad.

Un faro falló en una esquina en la cercanía, fundido quizás por el uso repetido y extenso. De repente, un coro de motores de motocicleta se escuchó de pronto acercándose “¿Serán ellos?” me interrogue temeroso. -¡Trann! ssss- Un trueno se escuchó cercano estremeciéndome, seguido de la constante lluvia.

.......

lunes, 6 de agosto de 2007

La tarde en la que quiso llover

Hoy fue una tarde en la que quiso llover. La tierra reseca por los meses calidos, le coqueteaba moribunda a las nubes que se pavoneaban en el cielo celosas de su vital líquido, solo andaban de aquí para allá, en ratos, guiadas por el caprichoso viento, se reunían en un rincón del firmamento. Pero no llovía, solo los almacenes espumosos de agua se reían de la resequedad del terrusco de la llanura, y se mofaban tiranamente. Hasta en ratos, dejaban pasar entre sus siluetas flotantes algunos rayos torturantes del sol oculto, para aumentar su martirio terreno, pena que causaba cual trágico masoquismo, el placer de las nubes.

Por eso, en aquella tarde, cuando las nubes pesadas ya no eran movidas por el viento por el exceso de su avaricia, pensé que llovería. Las sádicas espumas blancas que un día matizaban el cielo, esa tarde se hallaba convertida en una gruesa tormenta de un azul oscuro amenazante, que no se molestaba en caer sobre el terrón seco en que se había transformado la llanura, la cual, sonreía apenas ante aquella deliciosa amenaza.

Todo saldría como él quiso, eso creo yo. El río grande, alimentado por la poderosa agua, arrasaría tal corriente divina, que cuando cesara la ira húmeda nadie lo conocería ya. Esa fue mi encomienda desde el comienzo, desde antes que el calor llegara a la llanura, y se llevara la humedad lejos.

-Tienes que lavar tu alma con el agua de la primera lluvia- dijo él –tu pecado se ira con el agua, como una hoja de laurel con la corriente- eso dijo él, pero pasaron las tardes con una calma inexplicable, y la llanura reseca, remarcaba su pena y su martirio. Cada gota que perdía, le taladraba la conciencia. Cada grieta nueva en el suelo, le rasaba el alma. Y cuando las sádicas nubes se burlaban grotescamente de la moribunda patatera que era ya la tierra, también pisoteaban su alma machacada por el matiz oculto y único de la culpa.

-¿Crees que llueva?- le pregunte sigilosamente y con miedo a la cómplice de mi pecado, de aquel crimen nulo y absuelto antes de cometerlo que hoy me torturaba, ante la que ella solo me miró con su ojeada dura y metálica hacia mi rostro, liberándose se su culpa con gran facilidad y despreció.

-Tal vez, espero que no- contestó ella con delicia y maldad, devorando aquel silencio de complicidad que nos invadía, mientras que miraba con recelo aquella silla de robre viejo que él me enseño a hacer. Baje mis ojos cansados de mirar con piedad las avaras y negras nubes rogando que comenzaran con un placentero castigo, y observaba con miedo la otra silla en la barda opuesta de la terraza donde descansaba rogándole al cielo el agua.

Hay también descansaba él, el que le enseñó a construir sillas, a cortar el árbol, a matar al tigre, a montar las bestias. Observe la silla sombría, barnizada con el fino polvo de la tarde. Respiré profundamente guiado por la suave brisa vespertina, mis parpados se cerraron. Y un escalofrío se encaminó por toda mi espalda. Me levante, encaminándome al cauce seco, mientras un recuerdo decía lo que tenia que hacer.

Él se lo había dicho, - Me estoy muriendo, Jesús, la muerte me ha tocado, como veneno me esta comiendo por dentro,- dijo él estremeciéndose – hazme el ultimo favor no como tu sangre, sino como condenado- Lo miré con mis ojos de asombro, y aquella mirada cargada de niebla por el tiempo, me traspasó. No pude soportarla y baje el rostro al suelo apenas húmedo.

Sus manos delgadas y temblorosas bordadas en arrugas añejas y gruesas venas que homenajeaban tiempos de esfuerzo y labor, atesoraron mis mancebos dedos como aprisionando mi razón, - Tienes que lavar tu alma con el agua de la primera lluvia, tu pecado se ira con el agua, como una hoja de laurel con la corriente- dijo con una voz delicada y desgarrante que aumentaba su martirio, -tiene que ser sin miedo, es un favor no un castigo- y cerró con sigilo los parpados cansados de dolor y vida.

Tomé con fuerza a la cómplice de mi pecado. Un sonido explosivo y conocido se escuchó en la llanura reseca. El cuerpo de él se hallaba a sus pies en el cauce vecino de la terraza del río, esperando exhumar mi culpa.

El sonido se repitió sordamente y un golpe de hierro directo a mi cordura incógnita, me había dejado manando la razón con la que me había ligado a él, a aquel hombre. Mi cómplice guardó una bala menos aquella tarde que quiso llover. Mi paciencia se guardó en el cartucho vació que cayó a suelo seco y celoso.

Yo aguarde. Pues el perdón se halla donde comienza el crimen. Y en aquel instante, cual redentora, una gota fría venida de las avaras nubes se deslizó sobre mi frente, tornándose rojiza.

Una fuerte tormenta acompaño a aquella pequeña gota que liberó mi pecado. Mientras con gran esfuerzo mis ojos buscaban una ultima vez esas manos tejidas por los años en sapiencia y habilidad. Era ciertas sus palabras, mi conciencia manaba de mi cabeza, y se lavaba con el torrente liquido de la lluvia.

La culpa se iba, hasta esa tarde que quiso llover, como hojas de laurel en las corrientes.