Me recosté. Después de una tarde de tareas domesticas para matar el tiempo a pedradas, use los suspiros perdidos del dios Morfeo para sedar mi cansancio. El día había pasado lento, cansado, como si las horas sufriesen por terminar cada segundo que daban.
Mis oídos no entendían aquel idioma extraño que se confundía con el viento urbano; y el paño húmedo que aguardaba en mi mano, sádico y sin conciencia, dio fin a las suplicas de la mancha blanquecina en forma de cascada que imploraba, regresando la puntual exactitud de los mosaicos. Los ruegos ya no se oían, pero el viento citadino hay estaba.
Me lo merecía. Era la primera noche en que la oscuridad nocturna me envolvía sin percatarse que me hallaba escudado en un mundo donde las causas preceden las consecuencias, amurallado con bardas hechas de soledad aparente, y repeliendo sus ataques de inacción con luz de luna y aroma, ahora si, a ciudad.
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