domingo, 26 de agosto de 2007

Me recosté. Después de una tarde de tareas domesticas para matar el tiempo a pedradas, use los suspiros perdidos del dios Morfeo para sedar mi cansancio. El día había pasado lento, cansado, como si las horas sufriesen por terminar cada segundo que daban.

Media tarde se había ido en levantar tierra perdida que marcaba el tiempo y borrar manchas que contaban historias. -¡No me limpies! ¡Por piedad! ¡No lo hagas!- gritó una amorfa silueta blanquecina que interrumpía la monotonía exacta del mosaico en la pared.- ¡Soy un forastera! ¡El destino me puso aquí por mi voluntad! ¡No me prohíbas!-

Mis oídos no entendían aquel idioma extraño que se confundía con el viento urbano; y el paño húmedo que aguardaba en mi mano, sádico y sin conciencia, dio fin a las suplicas de la mancha blanquecina en forma de cascada que imploraba, regresando la puntual exactitud de los mosaicos. Los ruegos ya no se oían, pero el viento citadino hay estaba.

Muchos estornudos se escucharon desde el eco escondió del patio con baqueta de concreto que añoraba la tierra, y se fueron con el polvo extraviados a la alcantarilla que coronaba aquella platea. No les importó el poco espacio que dejaba el vidrio que la cubría, se fugaron presurosos por aquella pequeña hendidura.

Me lo merecía. Era la primera noche en que la oscuridad nocturna me envolvía sin percatarse que me hallaba escudado en un mundo donde las causas preceden las consecuencias, amurallado con bardas hechas de soledad aparente, y repeliendo sus ataques de inacción con luz de luna y aroma, ahora si, a ciudad.

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